sábado, 4 de octubre de 2008

Experiencia laboral

El trabajo de cara al público es muy desgastante. Si bien no nací para esto, las circunstancias obligan. Todavía no sé muy bien para qué nací. Mientras lo averiguo, sigo en este.
Si el Manual del buen vendedor dice que “el cliente siempre tiene la razón”, es porque quien lo escribió era cliente. El cliente, digo yo, nunca tiene la razón, sólo se apoya en esta máxima. Por ejemplo, si le das mal el vuelto a favor tuyo o de la caja, te lo reclama. Si se lo das a favor de él, calla. Que venga alguien a decirme cuántas veces fue a reclamar que le dieron dinero de más. Ninguna.


Otra cosa que no me gusta de mi trabajo es tratar con algunos seres mono-lingües. Al estar en una zona turística se nos dice que todos tenemos que hablar esta lengua de mono. Y a mí no me gusta. Yo prefiero otras, las romances, más suaves al oído, más cadenciosas, afines a la mía. Por eso no la hablo.
“¿Du iu espic…?” “No”. Primera gran decepción del cliente. “Ac-chuali ai gud laic…” “¿Perdón?” Y ves cómo al susodicho le van cambiando los colores de la cara, la expresión de su rostro. “¡&@##@!” (traducción: “¡¿cómo puede ser que no me entienda?! ¡todos hablamos la misma lengua, menos este animal que debe ser de otra especie!- sí, es verdad, no soy mono-). Al final opta por señalar con la mano lo que desea, y feliz con su compra hasta que llega el “son cinco con cuarenta y cinco” “¿Guat?” “Cinco-con-cuarenta-y-cinco” Y, como sigue sin entender, extiende un billete de diez. De esa forma evita pensar o traducir. Y se va. Y como al parecer, el mono-lingüe quiere entender esa lengua rara, o enseñarla al que no la conoce, al día siguiente lo tenemos de vuelta y la historia se repite. Algunos hasta dejan algo de propina, tal vez para que con ella nos paguemos las clases de idiomas.

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